Padre e hijo, una historia de lucha, una lección de vida

Por Daniel Alejandro Vásquez (Corresponsal en Chile, [email protected])

Segundo Enrique Vásquez Fuentes. Mi padre. El séptimo hijo de 13 hermanos, fruto del amor entre Don Exequiel Vásquez y Doña Corina Fuentes. Un ser humano con luces y sombras como todos. Nació supuestamente un 25 de marzo de 1955, en un pequeño pueblo llamado Lanco al sur del Chile. Sabe en qué año nació, pero no qué día exactamente.

Mi abuelo perdió la libreta familiar y se equivocó en el momento de dar fechas en el precario registro civil de la época. La señora Corina, mi abuela, era muy creyente en los mitos populares y decía que mi padre, según el almanaque, habría nacido un 14 de febrero y tendría que haberse llamado Valentín, y justamente así lo llamó desde pequeño, aunque legalmente se llamaba Segundo. Esto se supo muchos años después.

A la edad de 5 años, se muda a la ciudad de Los Lagos donde vivió su adolescencia y, además, el terremoto registrado más grande de la historia. Ya de adulto, familiares y amigos lo llaman Enrique, el segundo nombre de Segundo.

Don Segundo, con 62 años, arrastra resabios de una niñez postergada por la pobreza. Como anduvo descalzo varios años de su vida, hoy, aunque siempre usa los mismos, tiene alrededor de 20 pares de zapatos, lustrados y guardados en sus respectivas cajas, ordenados como si fueran legos. Y no concibe la idea de que las personas boten comida. «No se debe perder nada», repite siempre.

Aunque tiene una alopecia bastante avanzada, físicamente demuestra menos edad. Unos bigotes que conserva hace más de 30 años y lentes ópticos que la presbicia no perdona. Tiene una manía con el uso del cinturón, y siempre me obligó a usarlo. Es un hombre serio, pero disfruta haciendo reír y admira la capacidad de las personas que improvisan chistes en público. Conserva una muy buena memoria a largo plazo que heredó de su madre, de la cual habla cada vez que puede destilando admiración profunda. Busca vivir tranquilo y tener lo necesario.

Segundo Vásquez, antes de la enfermedad.

Mirando a sus mayores aprendió el oficio de carpintero, y con el paso de los años , como la ciudad de Los Lagos sigue siendo una ciudad poco conocida que brinda muy pocas oportunidades, emigra a la capital en busca de nuevas oportunidades.

El secreto peor guardado

(Suena el teléfono)

-Hola, Dany ¿cómo estás?

-Hola, bien mamá. ¿Cómo estás tú? Quería preguntarte por los exámenes de mi papá.

– Aquí, en casa con tu padre. En la mañana fuimos a buscarlos, le encontraron una úlcera en el estómago (se entrecorta su voz evitando emocionarse)

– Ahh…q mal … ¿Pero, pero él está bien? ¿Pasa algo, mamá?

– No, hijo, estamos bien. No te preocupes.

– ¿Segura?

– Sí, mi amor…

– Pero, por lo menos, ya sabe qué era esa molestia.

– Sí, debe empezar a tratársela no más. Te tengo que cortar, vamos a comer con tu padre. Hablamos más tarde.

– Bueno, dale. Saludos.

Sabía que me estaba mintiendo.

A los 15 días pude viajar. Mi padre me fue a buscar en auto a la terminal de buses. Lo noté más delgado, con la mirada triste.

– Hola mi guacho, ¿cómo estás? me dijo con voz apagada.

En el viaje los silencios decían mucho. En casa, finalmente, me diría que tenía una úlcera, pero ese no era problema, además de eso tenía cáncer gástrico. Es verdad que el mundo se detiene como en las películas, y ocurrió en ese minuto. «Ya estamos en esto, ahora hay que dar pelea…no queda otra, Dany», me dijo emocionado. Con los ojos inundados, asentí con la cabeza. Nos fundimos en el más lindo abrazo.

La maldita herencia genética: su hermana Eliana, al igual que mi tío Juan, habían fallecido de cáncer al hígado. Su hermano Armando, el menor, de cáncer pulmonar al igual que mi tío Pedro. Cuatro personas en menos de 10 años.

Segundo Vásquez, preparándose para la operación.

Llegó el momento

«Segundo Vásquez», se escucha en el parlante. Se levanta mi padre y va al mostrador. A los diez minutos vuelve y me pide que lo acompañe. «Vamos, que me están esperando».

Un espacio con 9 personas sentadas en sillones, todos conectados a máquinas , televisores, monitores, un carrito que empujan lleno de insumos médicos. 5 enfermeras, dos que anotan, una que va y viene, y las dos restantes monitorean signos vitales a los pacientes.

Todas vestidas visionariamente como si estuvieran en pandemia: mascarilla, traje celeste y guantes. Sólo se escucha el pitido de los artefactos. Bajo una luz tenue, el silencio es deprimente. Todos hablan bajito.

Sientan a mi padre en uno de los sillones y le conectan una jeringa al catéter que le pusieron en su hombre izquierdo hace unos días. Me hacen salir de la habitación. Cuatro horas sentado y al terminar le entregan un bolsito con un aparato parecido a una radio que va irrigando una droga que se demora 24 horas en pasar por completo al organismo. Se lo debe llevar a casa y dormir conectado al mismo.

Más tarde, en casa lee con detalle los documentos que le entregó la enfermera. Los lee en voz alta: «los efectos secundarios de la quimioterapia varían en función del tratamiento y del paciente hmmmm.. aquí, pueden ser los siguientes: náuseas y vómitos , estreñimiento, diarrea, pérdida de apetito, fiebre, llagas en la boca y pérdida del cabello , en esta no más me salvo, jajajaj«. Reímos juntos a pesar de todo.

Secuelas, compadre

Las secuelas provocadas por las quimioterapias duran alrededor de dos semanas. Han pasado 4 días desde su tercera sesión. Ya no tiene ni cejas ni bigotes y el poco cabello que le quedaba ya se ha ido.

Con la bata gris que lleva puesta hace más de un mes, suya, se tambalea arrastrando sus pantuflas por el pasillo. En su mano derecha lleva un vaso de agua y, en la izquierda, un odatrón, medicamento que ayuda a controlar las náuseas y vómitos inducidos por la quimioterapia. Me mira, me sonríe y dice: «chau compadre». Cierra la puerta del cuarto.

Los primeros meses fueron los peores para él, su cuerpo buscaba adaptarse a las drogas suministradas. Además de los cambios físicos aparentes, algo de él se iba en cada sesión de quimioterapia. Se había puesto irascible, todo le molestaba. No existían las bromas, conversaba poco, no había comida que disfrutara, «me sabe a metal», repetía cada vez. Comía lo que podía y se iba a dormir.

Era noviembre de 2017. Después de 4 sesiones de quimioterapia esta semana deben operarlo. «Gastrectomía total», dice la orden médica. Cometí el error de guglear y con asombró leí que le sacarían el estómago.

El Día D

Han pasado 9 meses desde su diagnóstico. Hoy, después de ocho sesiones de quimioterapia y una operación, nos dirigimos al hospital para ver los resultados de su último examen.

Producto del tratamiento se le ha dañado un nervio de un pie izquierdo y camina como si le pesara más de lo normal. Cada tres cuadras descansan un poco.

Ya en el cuarto clínico, el doctor estuvo un buen rato en silencio mirando los exámenes. Al rato lee en voz alta:

«No se identifican linfonodos mediastínicos aumentados de tamaño… a ver por acá. Neoplasia gástrica operada, sin evidencia de diseminación abdómino-pelviana… ok. No se identifican masas ni nódulos pulmonares significativos, bien. No se identifican linfonodos mediastínicos aumentados de tamaño… mmmm ya, okey».

Segundo Vásquez en el centro de quimioterapia.

Aunque sonaba un poco esperanzador, esperamos que nos tradujera.

-Bueno, Don Segundo, aunque debe seguir controlándose cada cierto tiempo, no veo vestigios de su cáncer, felicitaciones.

Mi padre le estrecha la mano y le da las gracias. Contuve mi alegría, esa que me haría correr y saltar como un niño. Volví a ver en el rostro de mi padre la sonrisa que había perdido. Ahí sentí que todo había valido la pena, sí, valió la maldita pena.

Al salir, mi padre comenzó a despedirse de las enfermeras que lo habían atendido como si fueran familiares. A mitad del pasillo se encuentra con otra enfermera que lo reconoce.

Ella, al verlo le suelta la más linda amenaza: «oiga, Don segundo, no lo quiero volver a ver por acá, ya se lo dije. Cuídese». «Está bien, muchas gracias por todo», responde mi padre sonriéndole. Cierro la puerta de vidrio con una extraña sensación de felicidad.